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Guían en la definición de objetivos para el programa, participan en diferentes foros, empujan a los equipos y exigen resultados.
Viernes 3 de octubre de 2025 — La inseguridad ciudadana y el crimen organizado siguen siendo desafíos críticos para el Perú. En medio de una creciente preocupación por la violencia y el impacto de las bandas criminales, reflexionar sobre las raíces de este fenómeno —y sobre cómo recuperar la paz social— es más urgente que nunca.
En los últimos años, la violencia ha dejado de ser una excepción para instalarse como parte del día a día. Los asesinatos, las extorsiones y las amenazas que golpean a familias, comerciantes y transportistas ya no provocan el asombro de antes. Las noticias se suceden, las cifras crecen, y la sensación de impotencia se multiplica. Pero lo más preocupante no es solo la violencia en sí, sino nuestra creciente costumbre a convivir con ella. Cuando el miedo se vuelve parte del paisaje, también empieza a debilitarse nuestra capacidad de indignarnos y de exigir cambios.
La inseguridad no nace solo de la falta de control policial, sino de una fractura más amplia en nuestra convivencia. Vivimos en un país donde la desconfianza, la polarización y la impunidad han debilitado los vínculos sociales. En ese vacío de autoridad y de esperanza, las organizaciones criminales han encontrado terreno fértil para expandirse y ejercer poder.
No enfrentamos únicamente delitos aislados, sino estructuras que operan con lógica económica, territorial y política. Y ante esa complejidad, nuestras respuestas siguen siendo fragmentadas, reactivas y, muchas veces, improvisadas.
La inseguridad es el reflejo más visible de una paz social rota. En un país donde la desconfianza se ha convertido en norma y la violencia en lenguaje, resulta difícil construir comunidad. La política, muchas veces marcada por la confrontación y el cortoplacismo, tampoco ofrece respuestas sostenidas. Las instituciones se debilitan, los discursos se polarizan, y la ciudadanía queda atrapada entre la indignación y la resignación.
Pero la violencia no surge de la nada. Es consecuencia de años de abandono, exclusión y desigualdad. En muchos barrios, la precariedad económica, el desempleo juvenil y la falta de espacios seguros para crecer hacen que la delincuencia se vuelva una salida aparente. Lo que vemos hoy —las bandas, los cobros, la extorsión— son los síntomas de un problema más profundo: una sociedad que no logra integrar con eficacia a todos sus ciudadanos.
Los últimos meses lo han evidenciado con crudeza. Cuando los gremios de transporte salen a protestar ya no por el costo del combustible, sino por la extorsión y el cobro de cupos, algo profundo se ha roto. El crimen organizado está afectando sectores enteros de la economía y del tejido social, mientras el Estado parece carecer de una estrategia sostenida para enfrentarlo.
Sin instituciones sólidas, sin una visión de largo plazo y sin liderazgo moral, es imposible recuperar la autoridad y restablecer la confianza. Necesitamos políticas que no dependan del gobierno de turno, sino de un compromiso nacional con la vida, la justicia y la paz. Necesitamos ver que un país sin instituciones sólidas y sin liderazgo moral es un país que no puede garantizar la paz. La lucha contra el crimen no puede depender solo de la fuerza, sino de la legitimidad. Y la legitimidad se construye cuando el ciudadano vuelve a creer en el Estado, en la justicia y en el bien común.
Reducir la violencia no es solo una cuestión de seguridad, sino de sentido. Cuando una sociedad deja de ofrecer caminos de realización, la delincuencia se vuelve un destino posible. Por eso, las respuestas no deben limitarse al control policial o al endurecimiento de penas. Son necesarias políticas preventivas que comiencen mucho antes: en la escuela, en la familia, en el barrio.
Educar en valores, generar oportunidades laborales y fortalecer las redes comunitarias son formas concretas de recuperar el tejido social. Cada programa de formación, cada espacio de participación ciudadana o acompañamiento juvenil es una inversión para la paz.
La seguridad no se impone por decreto; se construye cuando la sociedad ofrece caminos dignos para vivir. Reforzar las políticas preventivas, lejos de la ingenuidad, resulta estratégico; se trata de enfocar los esfuerzos en la raíz del problema.
Desde Misión Jesuita lo vemos todos los días. En los barrios donde acompañamos a niños y jóvenes en situación de riesgo, el deporte, la educación y el trabajo comunitario se convierten en herramientas de resistencia frente a la violencia. Allí donde el crimen ofrece dinero rápido o poder efímero, el acompañamiento humano ofrece sentido, pertenencia y esperanza.
Cada adolescente que descubre su valor, que encuentra un equipo que lo acoge, un maestro que lo escucha o un espacio donde puede construir su futuro, es una victoria silenciosa contra el miedo.
Porque la paz no se impone: se cultiva. Y se cultiva cuando alguien confía, cuando alguien enseña, cuando alguien acompaña. La dimensión espiritual, en este contexto, también juega un papel esencial. No como consuelo pasivo, sino como fuerza interior que permite creer en la dignidad de cada persona, incluso en medio de la desesperanza.
El mayor peligro que enfrentamos como sociedad no es solo el crimen, sino la normalización del miedo. Cuando dejamos de indignarnos, dejamos también de transformar. El desafío hoy es recuperar la capacidad de actuar juntos, de reconstruir confianza, de volver a creer que otro país es posible.
La paz no será fruto de la resignación ni de la fuerza, sino del compromiso colectivo por proteger la vida, educar en valores y cuidar lo que nos une.
El crimen organizado se alimenta del silencio; la esperanza crece cuando decidimos hablar, actuar y acompañar. Y mientras haya comunidades dispuestas a educar, jóvenes que quieran aprender y ciudadanos que sigan creyendo en el bien común, el miedo no ganará la batalla.
Guían en la definición de objetivos para el programa, participan en diferentes foros, empujan a los equipos y exigen resultados.
Responsables de que el programa esta alineado con las prioridades o políticas del PAP, dan visibilidad al programa de manera constante y comunican el progreso.
Comparten saberes y herramientas, estimulan el aprendizaje continuo y fortalecen la autonomía de los equipos para que crezcan con propósito.
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